Hubo una época en la que todos reconocíamos a primera vista
la felicidad. Esos momentos en los que salían sonrisas hasta de debajo de las
piedras. Cuando llovía y era necesario salir a la calle para mojarse. Todos
olvidábamos los paraguas al mismo tiempo. Vestíamos de colores alegres: verde, amarillo, rojo y nos presentábamos diciendo “Hola, yo bien, ¿qué
tal tú?”. Incluso nuestras conversaciones comenzaban con palabras infinitas que
llenaban la pantalla de una misma
grafía. Hace no mucho tiempo, incluso hay algunos afortunados que todavía,
dormíamos cada noche como cuando éramos pequeños. Nos atrevíamos a decir que
estábamos contentos y a calificar nuestro corazón de dichoso. Es más, a veces
decíamos que estábamos enamorados. Decir que uno está enamorado lleva consigo
una masificación de felicidad que es propio de los niños más niños. Salíamos a
la calle y sobre Madrid había una nube de inocencia que entraba por nuestros
dos pulmones y salía por la nariz dejándola más que limpia. Queridos, hubo un
tiempo en el que el cielo era del color del que nosotros queríamos pintarlo y
los días se acomodaban a nuestras necesidades. Las noches eran estrelladas según
nuestro nivel de locura; si realmente los estrellados éramos nosotros, el cielo
estaba más oscuro que nunca, pero si en todo el día no habíamos hecho nada que
nos demostrase lo idos que estábamos, la noche estaba pigmentada de caóticas
bombillas. Era gracioso mirarse unos a otros y ver hoyuelos en todas las caras.
Ver algodones de marfil detrás de cada labio era algo típico de cada día.
Incluso era divertido quedar con los amigos y perder la tarde entre carcajadas,
exhalaciones y dolores de barriga.
Ahora sales a la calle y te encuentras que Madrid está más
contaminada que nunca. Que toda la inocencia que se respiraba ha degenerado en
una hipocresía que hasta las ratas repugnan. Vayas por donde vayas nadie es lo
que aparenta ser. Somos nubes observadas por los demás, que se dedican a
adivinar la forma y figura que tenemos. Nos califican de burros, cerdos, e
incluso cuervos. Somos alimento de nuestra propia prole. Somos prole de nuestra
propia carroña. Somos desecho, basura, despojos. Despojos de una historia que ha
pasado por cada una de las sociedades que decrecen en valores. Somos apaños de
una intrahistoria que intentamos grapar con grapadoras oxidadas. Es detestable
cruzarte con autómatas que son educados en la cortesía más descortés y la
elocuencia más envenenada. Detesto cruzarme con aquellos que dicen ser
vestigios de tiempos en los que la luna era blanca y el sol se alzaba rojo. Me
asquea dirigir la mirada o la palabra a aquellos que dicen vivir la mejor de
las vidas. Estoicos, escépticos y cínicos abundan dentro de cada cubo de
basura. Apáticos, conformistas y
desconocidos dicen vivir la vida sin realmente aceptarla. Es triste mirar a los
demás a los ojos y descubrir que las cuencas están vacías. Que ya ni siquiera el
blanco de los ojos nos iguala. Que incluso el cielo se corta en cada uno de
nosotros porque odia unir a la gente que pretende dejar de ser nube para ser
estrella. Madrid se ha convertido en un monte de ánimas becqueriano.
Me da pena pensar que nos toca vivir un tiempo tan miserable
que la única felicidad que nos queda es
la impresión al recordar una época en la que la gente se cuantificaba por su
valor moral y no por su utilidad económica, anímica, o sexual.
Desde luego, ni las palabras más elocuentes que pudieran salir de mi boca, o de mis manos en este caso, conseguirían juntar las suficiente consistencia para dejarte un comentario de la misma talla que lo que has escrito. Me gusta. Me gusta mucho. Pero creoq ue ya ha quedado claro.
ResponderEliminarPD: Atisbo cierta influencia de Don Miguel de Unamuno en tu referencia a la intrahistoria. Eso hace que me guste más.
Realmente emoción. Desprendes emoción y realidad. Genial, César, genial. Tendrías que estar más que contento por escribir cosas así. Buah, no sé cómo igualar una crítica o comentario a un texto tan... tan... inefable... ¡Lo siento! Simplemente he de decirte que es MAGNÍFICO.
ResponderEliminarSolamente me queda la duda de pensar si fue Madrid el que empequeñeció en felicidad o simplemente fue que nosotros crecimos.
ResponderEliminarSin duda me quedo con los espejismos del primer párrafo. Y si puedo elegir solo una frase entre tanta brillantez, elijo ésta: "Decir que uno está enamorado lleva consigo una masificación de felicidad que es propio de los niños más niños." Siempre he considerado enamorarse como el mayor de los sufrimientos, al menos para la consciencia. Será que soy mayor.
Sigo admirándote.
Bego.
Desde luego que no podría tener ni críticas mejores, ni lectores mejores. Muchas gracias a vosotros por invertir un poquito de vuestro tiempo en mis cosas. Desde luego que a partir de todo lo que me decís aprendo más, así que las gracias han de llegar por duplicado.
ResponderEliminarMuchos besos!