jueves, 1 de marzo de 2012

El intransigente.

Cuando el intransigente se regodea en su idea lo único que consigue es que los que no piensan igual se alejen más de él y se recree en su burbuja imaginaria teniendo siempre a punto la artillería.

Cabezonería, terquedad, ceguera espacial, que nos impiden ver más allá de los límites de nuestro ombligo. Cualquier tipo de exceso es malo, al igual que lo es el defecto. Ya decía Aristóteles en su época que el ser humano siempre tiene que buscar la felicidad en la justa medida de las cosas. El ególatra que no ve más allá de su nombre, lo único que encuentra es infelicidad al tratar con los demás, puesto que los discrimina y los considera inferiores. Al igual que le ocurre al que vive por y para los otros, ya que se descuida a sí mismo y se deja perder por desagües ajenos. Sea como sea, la justa medida de las cosas proporciona al ser humano un dote de mesura y una interpretación más o menos real de lo que se vive, en vez de tirar por otros derroteros que lo único que consiguen es aislar al individuo. Del mismo modo que surge esto en la sociedad, surge en algunas familias. Cuando un miembro de esta se siente como un cero a la izquierda, pero es incapaz de aceptar la crítica, ya que vive con los cañones cargados, lo único que se consigue es que el ambiente hogareño degenere en un desembarco de Normandía en el que ya nos puede pillar Dios confesados. Porque nunca podemos hablar con contundencia sobre la realidad puesto que nuestros sentidos nos engañan, y por tanto la realidad la podríamos representar como la suma de las visiones que tiene cada uno, no categóricamente con la nuestra. Pero en el momento en el que un engranaje de la familia no sale más allá de su propia cosmovisión, la transigencia se ve vencida por el narcisismo imperante del cabezota que lo único que busca es que no se le ataque y atacar lo más posible. Porque podría ser la máxima de aquel que no le gusta oír lo malo y que sufre de esta enfermedad, “la mejor defensa es un buen ataque”, pero hay situaciones en las que los demás hacen que nosotros seamos quienes somos, tan o tan poco necesarios en sus vidas.

El hombre desgraciadamente es un ser que nació predestinado al egocentrismo y que vive cada vez más carcomido cárnicamente por su propio yo que se envenena cuando habla sin saber y se suicida cuando ya no puede más. La intransigencia por tanto, es un veneno cuya cura se conoce pero muchas veces no se advierte.