Cuando el intransigente se regodea en su idea lo único que
consigue es que los que no piensan igual se alejen más de él y se recree en su
burbuja imaginaria teniendo siempre a punto la artillería.
Cabezonería, terquedad, ceguera espacial, que nos impiden
ver más allá de los límites de nuestro ombligo. Cualquier tipo de exceso es
malo, al igual que lo es el defecto. Ya decía Aristóteles en su época que el
ser humano siempre tiene que buscar la felicidad en la justa medida de las
cosas. El ególatra que no ve más allá de su nombre, lo único que encuentra es
infelicidad al tratar con los demás, puesto que los discrimina y los considera
inferiores. Al igual que le ocurre al que vive por y para los otros, ya que se
descuida a sí mismo y se deja perder por desagües ajenos. Sea como sea, la
justa medida de las cosas proporciona al ser humano un dote de mesura y una
interpretación más o menos real de lo que se vive, en vez de tirar por otros
derroteros que lo único que consiguen es aislar al individuo. Del mismo modo que
surge esto en la sociedad, surge en algunas familias. Cuando un miembro de esta
se siente como un cero a la izquierda, pero es incapaz de aceptar la crítica,
ya que vive con los cañones cargados, lo único que se consigue es que el
ambiente hogareño degenere en un desembarco de Normandía en el que ya nos puede
pillar Dios confesados. Porque nunca podemos hablar con contundencia sobre la
realidad puesto que nuestros sentidos nos engañan, y por tanto la realidad la
podríamos representar como la suma de las visiones que tiene cada uno, no
categóricamente con la nuestra. Pero en el momento en el que un engranaje de la
familia no sale más allá de su propia cosmovisión, la transigencia se ve
vencida por el narcisismo imperante del cabezota que lo único que busca es que
no se le ataque y atacar lo más posible. Porque podría ser la máxima de aquel
que no le gusta oír lo malo y que sufre de esta enfermedad, “la mejor defensa
es un buen ataque”, pero hay situaciones en las que los demás hacen que
nosotros seamos quienes somos, tan o tan poco necesarios en sus vidas.
El hombre desgraciadamente es un ser que nació predestinado
al egocentrismo y que vive cada vez más carcomido cárnicamente por su propio yo
que se envenena cuando habla sin saber y se suicida cuando ya no puede más. La
intransigencia por tanto, es un veneno cuya cura se conoce pero muchas veces no
se advierte.